EL DIOS Marte no se supo nunca por qué se enfadó con su hijo Oqu, y lo castigó
mandándolo a vivir con los humanos a la tierra.
Lo dejó en una cueva en un alto, entre dos ríos.
Cuando considere que ya has cumplido tu castigo, yo mismo te vendré a buscar. Le dijo Marte a su hijo Oqu.
Han pasado ya desde ese día muchos, muchísimos años, y el pueblo en donde Oqu vive hoy se llama Lugo.
Los del pueblo sabén que es hijo del dios Marte, dios de la guerra y de la agricultura y nieto de Júpiter y Juno, pero no saben decir desde cuándo está entre ellos. Sencillamente lo quieren y lo veneran.
Cuando llegó a la Tierra, Oqu era un hombre corpulento de melena rojiza. Hoy es menudo y tiene el pelo blanco largo que le sobrepasa la cintura y una barba, del mismo color que el cabello, que casi le roza el suelo sino anda erguido.
Hace más de veinte siglos una terrible peste asoló toda Europa. Él, Oqu, preparó con hierbas que crecían en la entrada de su cueva, una medicina que dio al jefe del pueblo para que la distribuyera entre sus habitantes. Al entregársela, le dijo:
Tienen que tomarla todos los que viven en el pueblo, dos puñaditos en ayunas, todos los días durante una luna.
El jefe los reunió en el centro de la aldea y allí repartió las hierbas, insistiendo como deberían de tomarla y hacerlo durante una luna completa.
El pueblo entero se acercó a la entrada de la cueva de Oqu.
Gracias, le dijeron los habitantes del pueblo con admiración y cariño. -Muchas gracias.
Soy yo el que está agradecido por vuestro trato que me disteis desde que vine a vivir a vuestro pueblo, ya no recuerdo cuanto tiempo hace desde que me mandó mi padre, espero que pronto él me perdone y me permita volver al Olimpo.
Y así fue como ningún habitante del pueblo sufrió de la devastación de la epidemia de peste y se libraron de una muerte casi segura.
Cuando los romanos invadieron esta tierra, la llamaron Lucus Augusti. Con ellos trajeron muchos adelantos: mejoraron la agricultura, construyeron puentes, trazaron vías de comunicación, baños, acueductos, un sinfín de cosas. Y además, es cuando decidieron levantar una muralla que rodease toda la ciudad para que estuviese fortificada y bien protegida.
Esto causó a los habitantes de Lucus Augusti una gran preocupación pues la cueva de Oqu estaba situada en el trazado que los romanos habían marcado para la muralla.
Hacía días que no se le veía y nadie le pudo comunicar lo que estaba por ocurrir con su cueva.
Sara, una mujer sencilla y valiente, se atrevió a enfrentarse con el cargado y le dijo: «No deben de tocar la cueva de Oqu. Él vive desde siempre que se recuerde en este lugar y es muy querido por todo el pueblo. Deben de cambiar el trazado de la muralla».
Todos a una corearon: «No deben de destruir su cueva. Él es hijo del dios Marte».
En el momento en que los soldados dispersaban de mala manera a la gente apareció Oqu en la entrada de su cueva, más insignificante que nunca. Pisándose la barba dijo: «¿Véis aquel árbol?», señalando a un roble grandísimo que estaba como a 200 pasos. «Tiene más de cien años, yo vi cuando lo plantaron. Si lo trasladáis ahora sin duda, morirá».
«¡Así es!, ¡es cierto! Sí,», dijo la gente del pueblo que le escuchaba. «Yo soy como ese árbol», continuó Oqu. «Estoy enraizado en este trozo de tierra, a la espera de que mi padre me perdone y pueda volver a mi lugar de origen. No puedo abandonar este pequeño espacio en el que vivo. Id y decirlo en Roma a vuestro César. Él lo comprenderá».
Y dicho esto, entró de nuevo en su cueva y no se le volvió a ver en más de un mes. En vista del problema se interrumpió la construcción de la muralla y los encargados, mandaron una carta por un mensajero al César a Roma.
Ya sólo les faltaba para terminar la muralla ese tramo que ocupaba la cueva de Oqu.
Por fin después de una espera que pareció interminable, se recibió contestación de Roma del mismo César. En ella podía leerse: «No toquéis la cueva, he oído que es hijo del dios Marte. No le molestéis, no vaya a ser que su padre se enoje con nosotros. Hablad con Oqu, llegad a un acuerdo. Será bien dejar su vivienda como está y ponedle una puerta en la misma muralla».
Cuando el capitán y el encargado, se dirigían a la cueva de Oqu para darle la nueva, el hijo de Marte, salió a recibirlos como si ya supiese que estaban en camino y sin darle tiempo a que ellos hablaran para comunicarle lo que su César había dispuesto dijo: «Sí, sí estoy de acuerdo. No toquéis nada de mi cueva. Dejadme una puerta en la muralla para que yo pueda entrar y salir».
Y así se hizo.
Donde estaba la puerta de la cueva de Oqu, hoy en día, nadie lo sabe. Juan, el herrero, dice que su padre, que es el hombre más viejo de la ciudad, aseguró que estaba en el tramo de la muralla que mira al sur.
Ya habían transcurrido muchos años, en Roma mandaba otro César, fue cuando tuvo noticias por sus hijos que vinieron a Lugo de la historia de Oqu.
Ellas lo quisieron visitar. Decididas a conocerlo, anduvieron hasta la puerta que daba acceso a la vivienda del hijo del dios, pero por más que lo llamaron no obtuvieron respuesta alguna.
No soportaron la osadía de que Oqu no respondió a sus llamadas así que enfadadas se lo comunicaron a su padre.
El César, iracundo, exclamó: «¿Quén es ese sujeto que se atreve a no recibir a las hijas del César?» Envió un mensajero con la orden de que los soldados entraran en la cueva por la fuerza si era necesario, que prendiesen a Oqu.
Entraron cuatro soldados detrás del capitán y tuvieron que salir con extrema rapidez al escuchar un estruendo aterrador. Se estaba derrumbado la muralla.
Todas las gentes se arremolinaron en el umbral de la cueva pidiendo a Oqu que saliera de allí a toda prisa antes de que la muralla lo sepultara. Una niña, Rosiña, dice que le vio sonriendo desde dentro, pero nadie puede asegurar que así fuese.
El caso es que todo el tramo sur de la muralla se vino abajo y que cuando volvieron a levantarla, nadie se preocupó de encontrar el cuerpo de Oqu.
Preguntaréis que fue de Oqu. ¿Tal vez su padre le perdonó?
La gente recogió piedras que aún hoy muchas casas las tienen incrustadas en sus fachadas, en recuerdo de su amigo y bienhechor.
Y lo único que sabemos es que una noche al año coincidiendo con el equinoccio de primavera, una luz muy potente sale de entre las piedras de granito de la muralla y que esa misma noche, unas plantas con flores violetas cubren toda esa zona.
Y que muy temprano, las mujeres y los hombres de Lucus Augusti las recogen y las guardan, por si alguna vez vuelve la epidemia de peste que asoló toda Europa hace muchos años y que pasó de largo por nuestra ciudad gracias a la medicina que preparó Oqu.
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Lo dejó en una cueva en un alto, entre dos ríos.
Cuando considere que ya has cumplido tu castigo, yo mismo te vendré a buscar. Le dijo Marte a su hijo Oqu.
Han pasado ya desde ese día muchos, muchísimos años, y el pueblo en donde Oqu vive hoy se llama Lugo.
Los del pueblo sabén que es hijo del dios Marte, dios de la guerra y de la agricultura y nieto de Júpiter y Juno, pero no saben decir desde cuándo está entre ellos. Sencillamente lo quieren y lo veneran.
Cuando llegó a la Tierra, Oqu era un hombre corpulento de melena rojiza. Hoy es menudo y tiene el pelo blanco largo que le sobrepasa la cintura y una barba, del mismo color que el cabello, que casi le roza el suelo sino anda erguido.
Hace más de veinte siglos una terrible peste asoló toda Europa. Él, Oqu, preparó con hierbas que crecían en la entrada de su cueva, una medicina que dio al jefe del pueblo para que la distribuyera entre sus habitantes. Al entregársela, le dijo:
Tienen que tomarla todos los que viven en el pueblo, dos puñaditos en ayunas, todos los días durante una luna.
El jefe los reunió en el centro de la aldea y allí repartió las hierbas, insistiendo como deberían de tomarla y hacerlo durante una luna completa.
El pueblo entero se acercó a la entrada de la cueva de Oqu.
Gracias, le dijeron los habitantes del pueblo con admiración y cariño. -Muchas gracias.
Soy yo el que está agradecido por vuestro trato que me disteis desde que vine a vivir a vuestro pueblo, ya no recuerdo cuanto tiempo hace desde que me mandó mi padre, espero que pronto él me perdone y me permita volver al Olimpo.
Y así fue como ningún habitante del pueblo sufrió de la devastación de la epidemia de peste y se libraron de una muerte casi segura.
Cuando los romanos invadieron esta tierra, la llamaron Lucus Augusti. Con ellos trajeron muchos adelantos: mejoraron la agricultura, construyeron puentes, trazaron vías de comunicación, baños, acueductos, un sinfín de cosas. Y además, es cuando decidieron levantar una muralla que rodease toda la ciudad para que estuviese fortificada y bien protegida.
Esto causó a los habitantes de Lucus Augusti una gran preocupación pues la cueva de Oqu estaba situada en el trazado que los romanos habían marcado para la muralla.
Hacía días que no se le veía y nadie le pudo comunicar lo que estaba por ocurrir con su cueva.
Sara, una mujer sencilla y valiente, se atrevió a enfrentarse con el cargado y le dijo: «No deben de tocar la cueva de Oqu. Él vive desde siempre que se recuerde en este lugar y es muy querido por todo el pueblo. Deben de cambiar el trazado de la muralla».
Todos a una corearon: «No deben de destruir su cueva. Él es hijo del dios Marte».
En el momento en que los soldados dispersaban de mala manera a la gente apareció Oqu en la entrada de su cueva, más insignificante que nunca. Pisándose la barba dijo: «¿Véis aquel árbol?», señalando a un roble grandísimo que estaba como a 200 pasos. «Tiene más de cien años, yo vi cuando lo plantaron. Si lo trasladáis ahora sin duda, morirá».
«¡Así es!, ¡es cierto! Sí,», dijo la gente del pueblo que le escuchaba. «Yo soy como ese árbol», continuó Oqu. «Estoy enraizado en este trozo de tierra, a la espera de que mi padre me perdone y pueda volver a mi lugar de origen. No puedo abandonar este pequeño espacio en el que vivo. Id y decirlo en Roma a vuestro César. Él lo comprenderá».
Y dicho esto, entró de nuevo en su cueva y no se le volvió a ver en más de un mes. En vista del problema se interrumpió la construcción de la muralla y los encargados, mandaron una carta por un mensajero al César a Roma.
Ya sólo les faltaba para terminar la muralla ese tramo que ocupaba la cueva de Oqu.
Por fin después de una espera que pareció interminable, se recibió contestación de Roma del mismo César. En ella podía leerse: «No toquéis la cueva, he oído que es hijo del dios Marte. No le molestéis, no vaya a ser que su padre se enoje con nosotros. Hablad con Oqu, llegad a un acuerdo. Será bien dejar su vivienda como está y ponedle una puerta en la misma muralla».
Cuando el capitán y el encargado, se dirigían a la cueva de Oqu para darle la nueva, el hijo de Marte, salió a recibirlos como si ya supiese que estaban en camino y sin darle tiempo a que ellos hablaran para comunicarle lo que su César había dispuesto dijo: «Sí, sí estoy de acuerdo. No toquéis nada de mi cueva. Dejadme una puerta en la muralla para que yo pueda entrar y salir».
Y así se hizo.
Donde estaba la puerta de la cueva de Oqu, hoy en día, nadie lo sabe. Juan, el herrero, dice que su padre, que es el hombre más viejo de la ciudad, aseguró que estaba en el tramo de la muralla que mira al sur.
Ya habían transcurrido muchos años, en Roma mandaba otro César, fue cuando tuvo noticias por sus hijos que vinieron a Lugo de la historia de Oqu.
Ellas lo quisieron visitar. Decididas a conocerlo, anduvieron hasta la puerta que daba acceso a la vivienda del hijo del dios, pero por más que lo llamaron no obtuvieron respuesta alguna.
No soportaron la osadía de que Oqu no respondió a sus llamadas así que enfadadas se lo comunicaron a su padre.
El César, iracundo, exclamó: «¿Quén es ese sujeto que se atreve a no recibir a las hijas del César?» Envió un mensajero con la orden de que los soldados entraran en la cueva por la fuerza si era necesario, que prendiesen a Oqu.
Entraron cuatro soldados detrás del capitán y tuvieron que salir con extrema rapidez al escuchar un estruendo aterrador. Se estaba derrumbado la muralla.
Todas las gentes se arremolinaron en el umbral de la cueva pidiendo a Oqu que saliera de allí a toda prisa antes de que la muralla lo sepultara. Una niña, Rosiña, dice que le vio sonriendo desde dentro, pero nadie puede asegurar que así fuese.
El caso es que todo el tramo sur de la muralla se vino abajo y que cuando volvieron a levantarla, nadie se preocupó de encontrar el cuerpo de Oqu.
Preguntaréis que fue de Oqu. ¿Tal vez su padre le perdonó?
La gente recogió piedras que aún hoy muchas casas las tienen incrustadas en sus fachadas, en recuerdo de su amigo y bienhechor.
Y lo único que sabemos es que una noche al año coincidiendo con el equinoccio de primavera, una luz muy potente sale de entre las piedras de granito de la muralla y que esa misma noche, unas plantas con flores violetas cubren toda esa zona.
Y que muy temprano, las mujeres y los hombres de Lucus Augusti las recogen y las guardan, por si alguna vez vuelve la epidemia de peste que asoló toda Europa hace muchos años y que pasó de largo por nuestra ciudad gracias a la medicina que preparó Oqu.