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martes, 23 de agosto de 2011

Jaén: Santisteban del Puerto

Jaén: Santisteban del Puerto

Allá por los año 1226, época en que fueron reconquistados los pueblos de la comarca de Santisteban del poder de los infieles, habitaban en el barrio situado al pie del Castillo de San Esteban, llamado Farrabullana, una familia mora compuesta del padre Abu-Ebén y dos hijas llamadas una Zaida, tipo de singular belleza y otra, Zoraida, que no desmerecía de su hermana por su excepcional hermosura.
Padre e hijas pertenecían a la clase más modesta de la sociedad musulmana de la población, si bien se encontraban en condiciones de poder subvenir debidamente a las necesidades de la vida, consecuencia lógica del ímprobo trabajo que el jefe de la familia se había impuesto, cultivando el campo. Era relativamente instruido, siendo uno de los que introdujeron en el pais el sistema de riegos atribuidos a los árabes.
Como guerrero era valeroso y a él le eran encomendados muchos particulares relativos a la defensa del lugar, pudiendo decirse que era la persona del confianza de los jefes mahometanos en aquel período de la historia de Santisteban del Puerto.
La situación de los árabes en aquellos tiempos era muy crítica, principalmente por la parte Norte de Andalucía; desde la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212, los ejércitos cristianos avanzaban continuamente ocupando territorios de la morisma y algunos habían atravesado la mayor parte de las cordilleras llamadas Sierra Morena y se aproximaban a los poblados, viéndoseles aparecer por el puerto del Muradal. La fortaleza o el entonces Castillo de San Esteban, se aprestaba a la lucha o por lo menos a llevar a cabo la mayor resistencia posible como anteriormente lo hiciera en tiempos de Abderramán III al fin de la formidable insurreción muslímica.
Abu-Eben padre de las jóvenes, en unión de sus esforzados compañeros, no cesaba de trabajar para reunir en el Castillo provisiones de boca y guerra, preparando toda clase de medios defensivos,así como conduciendo a aquel, considerado como inexpugnable lugar, los valores y alhajas que los habitantes de San Esteban poseían.
Él, como la mayor parte de los guerreros, no considerando el peligro inminente, había dejado a su familia recluída en su modesta y casi mísera vivienda. Las dos jóvenes, tranquilas al parecer, esperaban confiadamente se realizasen los designios de Alá y aunque presagiaban la proximidad de verificarse lo que estuviera escrito.
Así las cosas, los acontecimientos se precipitaron y una mañana de Mayo, al son de trompetas, atabales y voces de mando, es invadida la población de San Esteban por una multitud de jinetes que no pudo contener el arrojado valor de la morisma, que con aquellos luchó en distintos lugares de la sierra y de la vega, mientras que las restantes fuerzas mulsumámicas se hacín fuertes en el Castillo, único poderoso baluarte, a donde por falta de tiempo, o por excesiva confianza, habían dejado de conducir a las mujeres y niños.
Zaida y Zoraida se encontraban ocupadas en los menesteres de su casa cuando cundió la alarma en su barrio; los extraños sonidos y gritos de la multitud dieron motivo al siguiente diálogo:
— ¿Qué ruido es ese? —pregunta alarmada Zoraida a su hermana—.
— No me lo explico, quizás guerreros hermanos que vengan en nuestra defensa.
— ¿Y si fueran cristianos? No quiero pensarlo. ¿Qué sería de nosotras?
— Pues ahora voy a a verlo —exclama Zaida con resolución—
— ¡Jamás! —interrumpe Zoraida— de ninguna manera; obedece las órdenes que padre dio al marcharse de que pareciese esta casa como no habitada y permaneciéramos lo más ocultas que nos fuera posible.
Mas sin poder contenerse, guiada por la curiosidad, y sin que a su hermana Zoraida le fuese posible evitarlo, lánzase Zaida velozmente a una de las pequeñas troneras que daban luz al lóbrego y estrecho cuartucho situado en el primero y único piso de la casa; mira al exterior, y aquella escultural cabeza de cabellos y ojos negros, queda como petrificada a la vista de los pendones de Castilla y León, ante las cruces que los coronan, y el aspecto marcial de las tropas del Rey de los cristianos Fernando III. Zaida se conmueve, y es arrancada a viva fuerza por su hermana del sitio en que se encontraba y ambas, sin dirigirse la palabra, lloran abrazadas las desgracias que presienten para ellas y su padre a quien dudan de poder volver a ver.
El castillo lleva ocho días de asedio; por caminos subterráneos se comunican sus defensores con ciertas casas situadas en las laderas de su cerro, surtiéndose de las últimas provisiones que restan a los desventurados habitantes de la población.
A poco, la lucha se hace insostenible en la fortaleza, no por falta de valor de los sitiados sino por escasez de alimentos; la entrega del Castillo se cree inevitable pues en vano podrán esperarse auxilios de los antiguos baluartes de Torre Albep ni del de Iznatoraf; el primero ya en poder de los sitiadores y el segundo, recien atacado por los mismos; la desesperación se va apoderando de los ánimos sin vislumbrarse ni aún la más lejana esperanza.
Zaida y Zoraida, de la misma edad, por haber nacido con pocos minutos de diferencia, lloran amargamente su desgracia. Contiúan encerradas en su casa, y aún cuando sin comunicación alguna con el exterior, no ignoran lo que sucede al descifrar la causa de los ruidos lejanos que se perciben a intervalos; no hay para las hermosas hijas de Mahoma consuelo posible, su única remota esperanza, que consistía en la huída por la puertecilla con que cuenta la casa a sus espaldas, y por lo que en noche oscura, hubieran podido comunicar con el Castillo y reunirse con su padre, había que abandonarla dado que el autor de sus días, bien en previsión de una ligereza realizable por sus hijas, bien por tener en su mano la facilidad de penetrar en la casa cuando le conveniese, cerró con llave aquella puerta que era imposible abrir por el interior, y menos por los débiles esfuerzos de aquellas jóvenes que por esa circunstancia, quedaron imposibilitadas de solucionar de dicha forma su bien triste situación.
Mientras las dos hermanas seguían agobiadas por la incertidumbre acerca de su destino y el desfallecimiento empezaba a apoderarse de su ánimo, la desesperación reinaba dentro del recinto del Castillo, desde la sala de armas a la pequeña ciudadela existente entre sus murallas.
Habían pasado algunos días desde la entrada de las tropas cristianas en el poblado de San Esteban (cuyo nombre subsistió en época árabe), y aún no poseín el Castillo; una de aquellas noches, Zaida y Zoraida se encontraban abrazadas y mudas de terror y espanto por haber percibido a lo lejos agudos gritos que suponían ser originados por un último y definitivo ataque a la fortaleza, cuando se sintieron de repente sorprendidas al oir el sonido metálico que produce una llave la rechinar en la cerradura. Ambas corren hacia la puerta pequeña, de que antes hemos hablado, y ágiles como cervatillas al ladrido de un perro, suponiéndose quién es el visitante lánzanse al encuentro del recién llegado, encontrándose, como suponín, frente a frente a su padre, demudado, jadeante y con un voluminoso bulto a sus espaldas.
Abu-Eben rechazó bruscamente las manifestaciones de cariño que quisieron hacerle, no deteniéndose ni aún en exponer el objeto de su venida, sino que en modo imperativo y con ese modo de hablar rápido que suele usarse en circunstancias críticas, les dio las órdenes siguientes en una forma parecida a la que transcribimos:
— "Sin pérdida de tiempo, —les dijo— prepararse para la fuga; he conseguido, gracias a mi agilidad, sujeto por una cuerda a la cintura, bajar por la murallas del Castillo. Temo haber sido visto, y quizás me persigan, por lo que, es necesario darse prisa; todos los sitiados creyendo se aproxima la entrega de su último refugio, me han encomendado salve sus caudales, escondiéndolos en sitio seguro, y como aquí no pueden quedar, he resuelto llevarlos a la huerta donde hallaremos el lugar propio para tal escondrijo, y quizás podamos después marchar a reunirnos con los nuestros."
Para llegar a conseguir su fin, era necesario esquivar la vigilancia de las tropas que rodeaban la fortaleza, y el problema que en unos instantes tenían que resolver, era como se comprende bien difícil de solucionar, mas la necesidad se imponía y no había otro recurso que el afrontar con valor toda clase de peligros.
Pálidas, demacradas, sin respirar apenas escuchan aquellas descendientes del Profeta lo expuesto por su padre, a lo que no osan replicar, sino que, por el contrario, callan y recogen rápidamente los pequeños medios de subsistencia que les quedan, y por la misma puerta que entró Abu-Eben minutos antes, salen el padre y las hijas con la mayores precauciones, casi arrastrándose, uniendo sus cuerpos a las paredes de las casas, procurando de esa forma evitar el temido encuentro con las patrullas, que a la sazón rodeaban el cerro asediado. Con un saco repleto de monedas y metales preciosos, sobre sus hombros, marcha Abu-Eben dificultosamente delante de sus hijas: ellas también transportan bultos menores, y aún a riesgo de caerse o de ser sorprendidos en su expuesta huída, bajan a los profundos barrancos que existen en la parte de levante del Castillo, o sea en la base de La Torrecilla, continúan salvando las sinuosidades del terreno hasta alcanzar la vereda que del poblado se dirige al puerto, serpenteando la falda de La Guarida y sin abandonar sus precauciones. Andando, andando, penetran en una hermosa bóveda de árboles que hermosea y embellece una pendiente de penoso acceso. Los ladridos de un perro los sorprenden y detienen un momento a los fugitivos, mas, seguros de no haber sido vistos ni perseguidos, siguen su camino rodeado de robles, zarzales, hermosos bosques de árboles y frondosas huertas. Suben la cuesta que luego desciende más suave, por ella bajan hasta una hendidura del terreno que termina en un corte casi perpendicular de un promontorio de rocas; allí se oye caer agua en abundancia, la vegetación es exuberante y el piso arenoso y accidentado; la luna les ilumina a intervalos y en aquel lugar se detienen nuestros personajes, pareciendo han llegado al término de su viaje. Padre e hijas se unen llorando en estrecho abrazo, se creen fuera de peligro y la emoción les embarga; ya más tranquilos, Abu-Eben dirige las palabras a las jóvenes en estos o parecidos términos:
— "En el lugar en que nos encontramos, hijas queridas, a unos veinte pasos de distancia, existe una cueva que sólo es conocida por mí, habiendo tenido la suerte de encontrarla en tiempos en que me dedicaba a cultivar esta hermosa huerta; la hallé una calurosa noche de Junio en que no sé si soñando o despierto, presencié una cosa extraordinaria que no quisiera recordar; ví salir de esos peñascos extrañas y atractivas figuras que con sus gestos y ademanes parecían llamarme, a la vez que músicas y ciertas vibraciones inexplicables, me atraían a es parte; más que irme me dejé llevar, y en efecto, en el sitio objeto de aquella especial atracción, encontré una abertura medio tapada por una gran piedra que como si se tratase de sortilegio, dejó libre la entrada a una cueva hasta entonces oculta, oyendo a poco extraño ruido de trompetas, ladridos de jauría y gritos desentonados; aquello pasó pronto, habiendo después desaparecido repentínamente, lo que muchas veces reflexionando he creido un sueño. Cerré aquella puerta natural, me marché, y ahora aprovecho el secreto para depositar en ese oculto lugar las riquezas cuya guarda me ha sido encomendada."
— "Padre" —exclamó Zaida impresionada— "nos da miedo con su relato".
— "Yo también lo tuve a pesar de mi entereza" —respondió Abu-Eben— "y podéis asegurar que a no ser por las terribles circunstancias en que nos encontramos, jamás hubiera venido por estos sitios, a la hora precisamente en que descubrí esa cueva, y aproximadamente en el mismo tiempo".
— "Alá es grande y Mahoma su profeta; lo que está escrito sucederá"—dijo proféticamente la hermosa Zoraida—.
— "Vamos pues y ayudadme en mi empresa," —añadió el padre— "y mañana veremos salir el sol en Úbeda, donde tienen seguridades para sus personas y bienes los hijos del profeta".
Y dicho esto, dió unos pasos hacia una gran piedra que a un impulso de sus manos, cedió, dejando ver una abertura que daba paso a un local cuyo fondo no podía distinguirse dada la oscuridad de la noche. Las jóvenes, llenas más que de miedo de estupor, seguían al padre y éste deseoso de terminar lo antes posible la misión que le había sido encomendada, penetró decidido en aquel recinto con el saco al hombro, seguido de sus hijas; despositó la preciada carga en una ocacidad de la roca y en aquel mismo momento, como a un conjuro, sonaron de pronto desentonados gritos, ruidos de trompetas y ladridos de jauría; el padre salta sorprendido, le siguen sus hijas, quiere ocultar la entrada de la cueva y toca la piedra de la entrada, con tal precipitación, que esta se mueve rápidamente, el orificio de entrada se cierra e impide la salida de la hermosa Zoraida que marchaba la última, que queda encerrada con el tesoro para siempre.
Al día siguiente, afirman los narradores, que una vez tomado el Castillo de Santisteban, el Sr. Benavides, su conquistador, envió patrullas a los alrededores del poblado, y al llegar al lugar denominado El Puerto, encontraron no lejos del manantial abundante que allí existe (del que hemos hecho mención), dos cuerpos humanos horriblemente despedazados, habiéndose podido notar solamente que uno era el de un musulmán regulamente vestido, a juzgar por los restos de su traje, y el otro, el de una mora en cuya cabeza podín aún admirarse los rasgos de una singular y extraordinaria belleza...
Esta es la leyenda de LA ENCANTADA DEL PUERTO; así la cuentan las viejas, asegurando que aquel suceso tuvo lugar en el mes de Junio, en la noche de San Juan, y que todos los años la misma noche y a la misma hora (las 0 horas), se oyen desentonados gritos, tocar clarines y trompetas, y ladridos de jauría, y que una dama mora pasea por aquellos vericuetos ricamente alhajada con las riquezas que en aquel sitio depositó Abu-Eben, y que según la tradición, parece buscar a su padre y a su perdida hermana.

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