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miércoles, 28 de septiembre de 2011

Burgos



 el Papamoscas. Catedral de Burgos

El reloj que lo contenía y que sigue sobre una de las puertas de la catedral dejó de cumplir su papel hace mucho tiempo, pero la figura del Papamoscas abriendo desmesuradamente la boca cuando suenan las horas sigue presente en el recinto del templo, pero sin que se escuche el grito estridente que lanzaba al mismo tiempo, provocando la burla, dicen que irreverente, de quienes acudían a contemplarlo. Nadie sabe cómo vino a parar allí aquella figura chusca, seguramente procedente de algún taller de relojeros venecianos, pero los burgaleses se las ingeniaron para crearle una historia que forma parte desde hace mucho de la imaginación popular castellana. 
             
                        El roseton de la catedral

Se dice que fue obra encargada por el rey Enrique III el Doliente, que tenía por costumbre acudir a rezar devotamente todos los días a la seo burgalesa. Un día, sin embargo, sus devociones se vieron distraídas por la presencia de una hermosa muchacha que entró silenciosamente en el templo y se puso a rezar ante la tumba de Fernán González. El rey la siguió al salir hasta verla entrar en su casa y, a lo largo de muchos días, la misma escena se repitió sin variaciones, porque el monarca se sentía demasiado tímido para intentar siquiera entrar en conversación con la joven.
Hasta que un día, sin que hubiera mediado palabra durante mese enteros, la desconocida beldad dejó caer un pañuelo al paso del rey. Éste lo recogió devotamente y, acercándose a ella, le entregó el suyo en silencio, sin que mediaran palabra en ese encuentro, sino una dulce sonrisa apenas esbozada. Sólo, después de desaparecer más allá de la puerta, oyó el rey un doloroso lamento que se le clavó en la memoria sin poder ya desterrarlo. Lo cierto fue que, a partir de entonces, la muchacha nunca volvió a aparecer por la catedral, a pesar de que el monarca pasó horas y días enteros esperándola y buscándola por todos los rincones del templo. Y cuando trató de saber algo de ella, le confirmaron que en la casa donde le había visto entrar todos los días hacía muchos años no vivía nadie, porque todos sus habitantes fallecieron víctimas de la peste negra.
Deseando retener de aquella visión algo en su memoria, encargo al artífice que fabricara un reloj para la catedral que reprodujera sus rasgos en una figura que además, lanzase al sonar las horas un gemido como el que él había escuchado y no podía arrancar de su recuerdo. Desgraciadamente, el artífice, morisco por más señas, no logró siquiera aproximarse a la belleza que le había descrito el monarca. Y, a la hora de reproducir su lamento, sólo logró que el muñeco lanzase un graznido que fue el que muchos años después obligó a aquel obispo a hacerlo enmudecer.
 El papamoscas es el apodo con el que popularmente, se conoce un famoso artilugio del siglo XVI, que marca las horas en la catedral. Está situado en la nave de la izquierda, según se entra por la fachada principal, por encima del triforio, y representa a una figura humana de rostro grotesco y peculiar tocado, que emerge desde el talle sobre la esfera de un reloj.
 Viste una especie de casaca roja, abotonada delante, con amplio cuello terminado en puntas y ceñido por cinturón verde. Con la mano derecha sostiene un papel de música y hace sonar la campana al paso de las horas, mientras abre y cierra la boca. Los cuartos de hora los marca su ayudante, el Martinillo, una figura más pequeña y de cuerpo entero que espera sobre un pequeño balcón entre dos campanas.Con un martillo en cada mano da uno, dos o tres golpes, según sea el cuarto, la media o los tres cuartos, y cuatro golpes antes de la hora que entona, con sonido más grave, el Papamoscas.

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